"Odio este turno, parece que aún no están puestas las calles"
pensó la enfermera mientras una ola de cansancio y algo de frustración la
invadían. Sus pensamientos se colaron como gritos en mi cerebro indicándome que
debían ser las 6. Las enfermeras de ese turno nunca tenían pensamientos
agradables. En mi juventud, me había preguntado que se sentiría estando en coma
o al morirse, ahora que estaba atada a una cama con cuerdas invisibles y más
cerca de la muerte de la vida lo único que sentía era resquemor y cansancio. No
podía apagar el único sentido que me quedaba y no dejaba de escuchar a los
demás, todo eso que no querían que nadie más supiera, y sus pensamientos llegaban
como alaridos a mi cabeza. Y no todo el mundo pensaba cosas interesantes y
mucho menos agradables. Era repugnante escuchar como algunas enfermeras se
asqueaban al tener que cambiarme o moverme ¡o incluso al alimentarme! No eran conscientes
del honor que eso suponía. Aunque anciana e imposibilitada seguía sin ser yo
una cualquiera. ¡Había sido una estrella! Los padres de estas desagradecidas
habrían bebido los vientos por mí, escalado montañas sólo por una de mis
fugaces sonrisas. Y sus madres me habrían odiado y admirado a partes iguales.
Incluso en mi vejez, ¡ellas mismas habrían de temer por sus amantes de no ser
por mi estado!

Ellos, el ganado, los envidiosos, la calaña de la que me vi obligada a
rodearme, fueron los responsables de mi caída. Ellos son los que cada día
recibían mi silencioso e invisible odio por haberme postrado en esta maldita
cama. Cada noche, antes de dormir, y cada mañana al despertarme recuerdo con
todo detalle aquella noche en la que todo mi mundo se vino abajo. Los recuerdos
acuden a mi mente como si de una película clásica en blanco y negro se tratase.
Esas siempre fueron las mejores, donde más brillaba, dónde los colores no
distraían al público de la verdadera película. Fue la noche de mi último
estreno, el día que anunciaría mi retiro y estaba ansiosa por ver como mis
aduladores se deshacían en lágrimas por mi conmovedor discurso y despedida, oír
en sus cabezas como les partía el corazón de la manera que sólo una auténtica
diosa puede hacerlo. Pero no llegué a verlo nunca. No era una noche lluviosa,
ni el chofer un pobre diablo, pero los frenos del coche fallaron por motivos
desconocidos. En un túnel, la carretera estaba resbaladiza y vimos llegar
nuestro fin en forma de pared oscura y sucia. Sólo que no fue mi fin. Debería
haber muerto como la princesa que era, trágicamente, para hacer mi despedida
más breve y, al mismo tiempo, más intensa. Pero en lugar de eso, el destino se
llevó al holgazán de mi chofer y a mí me dejó tristemente postrada en una cama
de hospital mientras el eco de mi nombre se iba perdiendo el tiempo como todos
esos envidiosos querían.
Los primeros días yo no oía nada, no percibía nada, pero cuando mi don
acudió a mí de nuevo, escuché en los pensamientos de mis cuidadores como mis
fans sufrían por mi destino. Escuché en primera persona como algunos lloraban y
otros parecían querer morir por mi desgracia. Pero con el tiempo, todo eso se
fue apagando, hasta que las enfermeras olvidaron mi nombre. Me convertí en un
despojo más, alguien sin rostro, ni nombre, ni gloria. Me transformé en
cualquiera y para mí nunca hubo nada peor que ser vulgar. Tenía que haber
muerto en aquel túnel, así, a pesar del tiempo, todos recordarían todavía y
para siempre a la gran Abigail Thompson.
La historia que planteas me parece interesante, promete bastante, y la verdad es que me intriga. Me gusta, como siempre te digo, el estilo que tienes para escribir.
ResponderEliminarSigue así, me ha encantado :)