jueves, 12 de septiembre de 2013

Abigail Thompson- Tragedy

"Odio este turno, parece que aún no están puestas las calles" pensó la enfermera mientras una ola de cansancio y algo de frustración la invadían. Sus pensamientos se colaron como gritos en mi cerebro indicándome que debían ser las 6. Las enfermeras de ese turno nunca tenían pensamientos agradables. En mi juventud, me había preguntado que se sentiría estando en coma o al morirse, ahora que estaba atada a una cama con cuerdas invisibles y más cerca de la muerte de la vida lo único que sentía era resquemor y cansancio. No podía apagar el único sentido que me quedaba y no dejaba de escuchar a los demás, todo eso que no querían que nadie más supiera, y sus pensamientos llegaban como alaridos a mi cabeza. Y no todo el mundo pensaba cosas interesantes y mucho menos agradables. Era repugnante escuchar como algunas enfermeras se asqueaban al tener que cambiarme o moverme ¡o incluso al alimentarme! No eran conscientes del honor que eso suponía. Aunque anciana e imposibilitada seguía sin ser yo una cualquiera. ¡Había sido una estrella! Los padres de estas desagradecidas habrían bebido los vientos por mí, escalado montañas sólo por una de mis fugaces sonrisas. Y sus madres me habrían odiado y admirado a partes iguales. Incluso en mi vejez, ¡ellas mismas habrían de temer por sus amantes de no ser por mi estado!


Hace no tanto, yo era el objetivo de todos los fotógrafos, a la que iluminaban todos los focos. La mujer más deseada y envidiada del mundo. Podía oír los pensamientos de todos esos que noche tras noche me dedicaban la mejor de sus sonrisas y por dentro me insultaban queriendo disimular, incluso para sí mismos, la envidia que sentían. Oía como mis incondicionales fans rabiaban de emoción a la mínima que les dirigía una mirada. En el estreno de una de mis obras ¡hasta hice que una mujer se desmayara con una simple sonrisa! Sabía, sin que lo supieran, los planes que tenían algunos para destronarme y los arruiné todos ¡TODOS! Yo me merecía mi puesto, me lo había ganado y esos inútiles no iban a arrebatármelo. No iban a quitarme la fama y la fortuna que yo sola había conseguido. La gente me amaba aunque ellos no pudiesen lidiar con su propia falsedad y yo me debía a mi público.


Ellos, el ganado, los envidiosos, la calaña de la que me vi obligada a rodearme, fueron los responsables de mi caída. Ellos son los que cada día recibían mi silencioso e invisible odio por haberme postrado en esta maldita cama. Cada noche, antes de dormir, y cada mañana al despertarme recuerdo con todo detalle aquella noche en la que todo mi mundo se vino abajo. Los recuerdos acuden a mi mente como si de una película clásica en blanco y negro se tratase. Esas siempre fueron las mejores, donde más brillaba, dónde los colores no distraían al público de la verdadera película. Fue la noche de mi último estreno, el día que anunciaría mi retiro y estaba ansiosa por ver como mis aduladores se deshacían en lágrimas por mi conmovedor discurso y despedida, oír en sus cabezas como les partía el corazón de la manera que sólo una auténtica diosa puede hacerlo. Pero no llegué a verlo nunca. No era una noche lluviosa, ni el chofer un pobre diablo, pero los frenos del coche fallaron por motivos desconocidos. En un túnel, la carretera estaba resbaladiza y vimos llegar nuestro fin en forma de pared oscura y sucia. Sólo que no fue mi fin. Debería haber muerto como la princesa que era, trágicamente, para hacer mi despedida más breve y, al mismo tiempo, más intensa. Pero en lugar de eso, el destino se llevó al holgazán de mi chofer y a mí me dejó tristemente postrada en una cama de hospital mientras el eco de mi nombre se iba perdiendo el tiempo como todos esos envidiosos querían.


Los primeros días yo no oía nada, no percibía nada, pero cuando mi don acudió a mí de nuevo, escuché en los pensamientos de mis cuidadores como mis fans sufrían por mi destino. Escuché en primera persona como algunos lloraban y otros parecían querer morir por mi desgracia. Pero con el tiempo, todo eso se fue apagando, hasta que las enfermeras olvidaron mi nombre. Me convertí en un despojo más, alguien sin rostro, ni nombre, ni gloria. Me transformé en cualquiera y para mí nunca hubo nada peor que ser vulgar. Tenía que haber muerto en aquel túnel, así, a pesar del tiempo, todos recordarían todavía y para siempre a la gran Abigail Thompson.


1 comentario:

  1. La historia que planteas me parece interesante, promete bastante, y la verdad es que me intriga. Me gusta, como siempre te digo, el estilo que tienes para escribir.

    Sigue así, me ha encantado :)

    ResponderEliminar