Esa aguja cargada por el diablo parecía más grande a cada ocasión que se
acercaba a mi. Las primeras veces lo había sufrido entre llantos y súplicas,
pero no tardé en aprender que al Doctor le calentaban ese tipo de
comportamientos. Y si pasabas del llanto a la violencia, se divertía
encadenándote con artilugios de lo más variopintos que conseguían que no te
movieras a no ser que quisieras abrirte las venas.
La neblina inundaba la habitación, al menos para mí, que acababa de
abrir los ojos después de quién sabía cuanto tiempo. Era el mismo sótano
laboratorio de otras veces. Y el Doctor llevaba la misma bata blanca que ya
todos temían y en la que todos podían identificar sus manchas propias. En
ocasiones me daba por pensar que aún no había suficientes manchas mías en esa
bata suya. Iba a tener mucha más violencia por mi parte si era eso lo único que
él me iba a ofrecer a mí. Pelearía hasta el fin si era necesario... Las
herramientas que usaba en las intervenciones colgaban siniestramente de las
paredes. Todo parecía oxidado y sucio, como el propio Doctor, hasta el suero
que me inoculaba era de un color gris sucio. Aunque en mis pesadillas siempre
era verde brillante.
Acostumbraba a decirme que era su paciente más prometedora. Yo nunca
entendí por qué. Mientras que otros asumían su destino con fiel resignación, yo
me las deseaba para arrancarle algún trozo a nuestro torturador y que recibiera
un poco de su propia medicina. Y cuanto más crecía mi odio, más parecía
alimentarse su satisfacción. Cómo lo detestaba... Me asqueaba.
Se acercó a mí, con una sonrisa asquerosa dibujada en su repugnante
cara, dejando ver unos perfectamente limpios y alineados dientes. Comenzó su
ritual como todas las veces anteriores. Se inclinó ligeramente sobre mí, de
manera que su cara y la mía quedasen a escasos centímetros. Buscó, sin mirar,
el punto donde debía pincharme con la aguja y lo hizo con una sola mano
mientras la otra se apoyaba sobre mi vientre y violentamente descendía. Me
gustaría decir que me entraban arcadas cada vez que hacía eso, pero no era así.
Mi cuerpo reaccionaba de una manera mucho más placentera y húmeda. Me odiaba a
mí misma por eso. Pero todo terminaba siempre de la misma manera, con sus dedos
sumergiéndose en mí al mismo tiempo que esa sustancia que llevaba en la
jeringuilla mientras yo peleaba porque de mi boca no salieran ningún tipo de
sonido. Las escasas veces que no lo había conseguido, el Doctor me había
cruzado la cara de un bofetón, haciendo que los grilletes desgarraran parte de
mi piel, y teniendo en cuenta lo que tocaba después de las sesiones con él, no
me apetecía terminar herida. Siempre
probaba conmigo sus nuevos juguetitos...otro de los motivos de mi odio.
Todo terminó sin tortazos ni desgarros pero si con una cantidad de
fluidos corporales de la que no me sentía nada orgullosa. Se separó de mi
ciertamente decepcionado por mi conducta tranquila, y cuando me hayé suelta y cruzando el umbral
de su puerta, un corte de manga por mi parte apareció ante sus ojos acompañado
de una sonrisa pletórica de orgullo. Yo había ganado esta vez.
Me condujeron a la siguiente sala, donde siempre me llevaba, mientras
empezaba a notar los efectos del suero. Notaba como mis brazos y piernas se
volvían más ligeros pero seguía siendo plenamente consciente de ellos. Me notaba
más ágil, a cada sesión que pasaba más. Lo veía todo con claridad. Podía oír
hasta los corazones de los celadores. No sabía que era el maldito suero, pero
dados sus efectos, podía llegar a ser la perdición de los responsables de las
instalaciones. Yo me iba a encargar de que así fuera.
La sala de reposo, como rezaba el cartel de la puerta, era una
habitación vacía. Sólo había en ella un hombre. Un tipo del tamaño de la pared
de una de las celdas comunitarias que de algún modo y a base de muscularse había
logrado ser más ancho que alto sin tener una gota de grasa en su cuerpo. Lo
llamaban el Quebrantahuesos, y se había ganado el nombre a pulso. Me encerraron
en la estancia con él como tantas otras veces antes. Yo le sonreía con cierta
burla cada vez que lo veía porque ambos sabíamos que él me tendría que dar una
paliza, yo me curaría, pasaría un tiempo y todo se repetiría de nuevo. Era
hasta aburrido. Pero esta vez iba a ser diferente.
El Quebranta huesos se abalanzó sobre mí, como siempre, yo ya lo esperaba.
Pero fue mi propio cuerpo el que me sorprendió, porque me aparté de su
trayectoria inconscientemente. Lo había intentado otras veces, siempre en vano.
Pero ahora...algo era distinto. Volvió hacia mí y se topo con mi puño cruzando
su horrible y musculosa cara. En ocasiones normales, eso le habría hecho
cosquillas, ese día lo hizo desviarse. Sin pararme a pensar en celebrar mi
suerte. Empecé a dejar caer golpes sobre el verdugo del sitio tan rápido como
podía y parecía incapaz de pararme. No tardé en hacerlo sangrar a base de
patadas y puñetazos y pronto acabo tumbado el suelo, jadeante y agotado, apenas
capaz de moverse. Yo me sentía plena. La misma situación que cuando el Doctor
se sumergía en mi pero sin la culpabilidad. Eso era lo que se sentía cuando
eras más fuerte que los que te subyugaban.
No tardé en darme cuenta de lo que me tocaba hacer. Salí del cuarto con
facilidad pues la puerta estaba abierta. No esperaban que una niña como yo
saliera por su propio pie y de la sorpresa e incertidumbre, sólo un par de
celadores intentaron detenerme...pero no con demasiado éxito. Logré, de algún
modo, abrir la puerta. LA puerta. La que llevaba al verdadero exterior. Y la
cruce oyendo en la lejanía como ya venían a por mí. Eché a correr tan rápido
como pude, sin detenerme a pesar del dolor, que brillaba por su ausencia, o el
cansancio, que era escaso. Ahora sí, adoraba ese suero oxidado.
Dunya...Bienvenida a Ucrania.
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