domingo, 4 de agosto de 2013

You and I: Un día más

Fatih volvió a casa con su perro en brazos sin ser plenamente consciente de lo que hacía. La noche, ya de por sí oscura, se volvió también difusa para ella. Caminó por las calles de Boston sin saber exactamente por donde iba, simplemente conteniendo las ganas de llorar y al mismo tiempo de reír. No se molestaba ni en pensar en su propia respiración. Cuando llegó a su casa, no hizo ruido, pero no porque ella pretendiera no despertar a nadie, sino por caprichos del destino. Dejó la medicina de su madre en la mesilla de noche de su cuarto. La mujer al fin había conseguido dormirse, al parecer antes de notar la exagerada tardanza de su hija. El padre, a su lado, roncaba, inalterable. Atendió al perro de una manera automática, como sabía que debía hacerlo pero sin pensar y lo dejó dormir donde más le gustaba sin molestarlo. Se retiró a su habitación y como cada día, se puso el pijama, se metió en la cama y cayó como un peso muerto sobre la almohada. No quedaban fantasmas en la noche para ella, ni monstruos de terribles sonrisas…ni pensamientos o sentimientos. Nada. Sólo silencio.

Cuando por la mañana Faith se despertó, en un primer momento, la sensación de vacío, de no pensar en nada y de no sentir nada, se le hizo muy familiar. Era como si su cerebro lo interpretase como algo natural, como algo bueno. ¿Por qué debía sentir algo, realmente? Lo que no te mata, te hace diferente y ella ya no era una niña como para derrumbarse por los actos de un grupo de idiotas. Se levantó a desayunar aun en pijama pero la alegría que generalmente la acompañaba por las mañanas la había abandonado junto con el resto de sentimientos. Su madre le dio las gracias por haber ido a por lo que le había pedido pero sin llegar a mirarla, ya que, al parecer, se encontraba lo bastante bien como para volver a sus quehaceres habituales. En ese momento, a Faith le pareció que la vida de su madre era muy triste en algunos aspectos. Parecía resignada a ejercer de madre para siempre, a ocuparse antes de que la casa estuviera limpia que de lo que pasaba a su alrededor.

Al volver a su cuarto, tras el desayuno, Faith se vistió sin demasiado esmero. Era sábado, tenía cosas que hacer, pero podía hacerlas en pijama, se vestía por pura costumbre. Seguía sin sentir nada, pero al levantar la mirada y ver su reflejo en el espejo todo cambió. Su mirada se clavó en los ojos que le devolvía el espejo durante un segundo. No había brillo en los ojos que la estaban mirando. Y entonces, empezó a sentir de nuevo: Miedo. Recorrió la cara de la persona que la observaba desde el espejo y vió un enorme cardenal en una de sus mejillas, mientras que la otra estaba todavía de un rojo brillante que llamaba la atención. Como si se hubiera maquillado de una manera exagerada. Su mirada bajó por su cuello y casi pudo ver las huellas dactilares del chico que la noche anterior había tenido encima. Volvió a oír su risa en su cabeza y el aire comenzó a faltarle, pero resistió de nuevo la tentación de desmoronarse y dejarse llevar por las lágrimas que empezaban a empapar su amoratado rostro. Se quitó la ropa el doble de rápido de lo que se la había puesto, casi arrancándola, y lo que descubrió bajo las prendas fue su cuerpo pero lo contempló como si fuera el de otra persona. Era su piel, sus curvas, sus pechos, todos y cada uno de sus lunares, todo en su sitio. No habían cambiado un ápice, salvo por algunos moratones más y lo que parecía ser un corte en el muslo derecho. Pero nada de aquello le parecía suyo. Era como estar viendo a una víctima de un ataque o un accidente pero que nada tuviera que ver con ella. Pero sí que era ella. Paseo sus manos por la superficie de su cuerpo, para asegurarse de algún modo de que lo que estaba viendo era realmente su reflejo y la imagen le devolvió una copia exacta de su movimiento. Eso fue el fin.

Era como si su cuerpo hubiese desarrollado un sistema de defensa ante lo que había pasado la noche anterior, pero que el hecho de haber visto su cuerpo lo había roto y la había devuelto a la realidad. Ya no creía con tanta fuerza eso de que lo que no te mata te hace más fuerte o diferente. Sólo dolía. Dolía como si le estuvieran quemando cada molécula del cuerpo. Se sentía sucia y poco digna de la casa en la que se encontraba. Se sentía vulnerable y decepcionada por no haber podido defenderse. Se sentía traicionada porque sus padres ni siquiera habían notado su ausencia o visto su cara todavía…Se sentía perdida y sola, más que nunca.

Se dejó caer al suelo y se arrastró inconscientemente hasta el lugar donde siempre lloraba. Estaba convencida de que todo el mundo tenía un lugar en el que llorar, un lugar concreto que era especial, que no formaba parte del mundo, dónde nadie te oía. Abrazó sus rodillas, todavía desnuda y lloró hasta que le dolieron los ojos y la garganta sin que nadie la interrumpiera. Lloró como no lo había hecho nunca, y como probablemente nunca volvería a hacerlo. Paró en el momento en el que ya no recordaba porque lloraba, sólo estaba agotada y tremendamente triste. Había pasado una hora y media. Se armó de valor para enfrentarse de nuevo a su reflejo y se vistió, esta vez con más esmero, y se maquillo hasta que de sus heridas solo se apreciaba una pequeña hinchazón. No tenía buen aspecto a sus ojos, era una persona sucia, pero tendría que valer.

Salió de su habitación sin molestarse en mostrar una de sus mejores sonrisas. No habría engañado a nadie, pero tampoco parecía importarle demasiado a nadie, sólo que ella no lo había visto hasta ese día. Le dijo a su madre que iba a salir, pero que volvería para la hora de comer. De nuevo sin mirarla, su madre asintió y dejó que su hija se fuera sin darse cuenta de nada. Si los chicos habían sido monstruos de perversas sonrisas, su madre era una persona triste de ojos totalmente negros.



Cuando salió por fin a la calle, el mundo no parecía el mismo que le había parecido hasta el momento. Inconscientemente buscaba las caras de los chicos de la noche anterior al mismo tiempo que rezaba para no encontrárselos de nuevo. ¿Qué haría si se los encontraba? ¿Reconocer lo que había pasado y decírselo al primer policía que encontrase? Eso le daba más vergüenza que nada en este mundo. Sería reconocer en voz alta que era débil y no se podía defender. Dar la razón, de algún modo perverso, a toda esa gente que llevaba tanto tiempo intentando convencerla de que las mujeres eran débiles y necesitaban a un hombre para sentirse seguras. A pesar de todo, se resistía a esa idea. Aunque recordaba a los chicos que la habían salvado, sin entender demasiado bien porque lo habían hecho.

Caminó durante media hora sin que sus temores tomaran forma. Parecía que los monstruos sólo salían al amparo de la noche, o que en su cambio de la percepción del mundo ya no podía reconocer a sus atacantes ni ellos a ella. Decidió volver a casa, a comer, decidida a no molestarse en fingir una actitud alegre y a contestar a todas las preguntas que sus padres le hicieran. Pero ni al llegar, ni al comer llegaron esas preguntas. La conversación era como siempre, sólo que ahora Faith había caído en la cuenta de que nunca la miraban a los ojos.

La tarde del sábado transcurrió con tranquilidad, hizo lo que tenía que hacer y se aseguró de que su perro mejorase. No había llevado un golpe tan fuerte pero cojeaba ligeramente de una de las patas de atrás. Si tenía que volver atrás, a la noche anterior, lo que más rabia despertaba en ella era que hubieran tocado al indefenso animal. No sabía por qué, pero pensar en su perrito hacía desaparecer su tristeza y aparecer una rabia que la empujaba a romper lo más cercano, un deseo que por suerte había podido contener.

Al atardecer, volvió a salir, de nuevo sin preguntas, a pasear al perro. Le vendría bien tomar el aire un poco más y se acercaría al veterinario a ver si en ese momento tenía un hueco para atender a su herida mascota. El pequeño se cansó en seguida de caminar, pero Faith lo cogió con cariño en brazos y continuaron juntos hasta el veterinario. Hubo suerte y pudieron atenderlo. Con una pata vendada en la promesa de muchos mimos, partieron ambos de vuelta a casa.


El animal iba dormido de vuelta a casa y Faith caminaba con lo que parecía ser una confianza renovada porque no estaba dispuesta a ser pillada como una víctima de nuevo. Pero entonces, oyó un grito de dolor. ¿Desde cuándo era un sitio tan peligroso? Quizás desde siempre, pero no lo había visto hasta que le tocó a ella, o hasta que se paró a escuchar el mundo. Tras un leve titubeo, se acercó al origen del grito y pudo ver a dos chicos uno tirado en el suelo, inconsciente y otro sangrando por una pierna. Era el que había gritado que ahora se limitaba a gemir. Podía oír gente alejándose corriendo y riéndose de una manera que le resultaba familiar. Los que estaban tendidos en el suelo eran Sam y Tyler, los chicos que la habían salvado.

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