Fatih volvió a casa con su perro en brazos sin ser
plenamente consciente de lo que hacía. La noche, ya de por sí oscura, se volvió
también difusa para ella. Caminó por las calles de Boston sin saber exactamente
por donde iba, simplemente conteniendo las ganas de llorar y al mismo tiempo de
reír. No se molestaba ni en pensar en su propia respiración. Cuando llegó a su
casa, no hizo ruido, pero no porque ella pretendiera no despertar a nadie, sino
por caprichos del destino. Dejó la medicina de su madre en la mesilla de noche
de su cuarto. La mujer al fin había conseguido dormirse, al parecer antes de
notar la exagerada tardanza de su hija. El padre, a su lado, roncaba,
inalterable. Atendió al perro de una manera automática, como sabía que debía
hacerlo pero sin pensar y lo dejó dormir donde más le gustaba sin molestarlo.
Se retiró a su habitación y como cada día, se puso el pijama, se metió en la
cama y cayó como un peso muerto sobre la almohada. No quedaban fantasmas en la
noche para ella, ni monstruos de terribles sonrisas…ni pensamientos o
sentimientos. Nada. Sólo silencio.
Cuando por la mañana Faith se despertó, en un primer
momento, la sensación de vacío, de no pensar en nada y de no sentir nada, se le
hizo muy familiar. Era como si su cerebro lo interpretase como algo natural,
como algo bueno. ¿Por qué debía sentir algo, realmente? Lo que no te mata, te
hace diferente y ella ya no era una niña como para derrumbarse por los actos de
un grupo de idiotas. Se levantó a desayunar aun en pijama pero la alegría que
generalmente la acompañaba por las mañanas la había abandonado junto con el
resto de sentimientos. Su madre le dio las gracias por haber ido a por lo que
le había pedido pero sin llegar a mirarla, ya que, al parecer, se encontraba lo
bastante bien como para volver a sus quehaceres habituales. En ese momento, a
Faith le pareció que la vida de su madre era muy triste en algunos aspectos.
Parecía resignada a ejercer de madre para siempre, a ocuparse antes de que la
casa estuviera limpia que de lo que pasaba a su alrededor.
Al volver a su cuarto, tras el desayuno, Faith se
vistió sin demasiado esmero. Era sábado, tenía cosas que hacer, pero podía
hacerlas en pijama, se vestía por pura costumbre. Seguía sin sentir nada, pero
al levantar la mirada y ver su reflejo en el espejo todo cambió. Su mirada se
clavó en los ojos que le devolvía el espejo durante un segundo. No había brillo
en los ojos que la estaban mirando. Y entonces, empezó a sentir de nuevo:
Miedo. Recorrió la cara de la persona que la observaba desde el espejo y vió un
enorme cardenal en una de sus mejillas, mientras que la otra estaba todavía de
un rojo brillante que llamaba la atención. Como si se hubiera maquillado de una
manera exagerada. Su mirada bajó por su cuello y casi pudo ver las huellas
dactilares del chico que la noche anterior había tenido encima. Volvió a oír su
risa en su cabeza y el aire comenzó a faltarle, pero resistió de nuevo la
tentación de desmoronarse y dejarse llevar por las lágrimas que empezaban a empapar
su amoratado rostro. Se quitó la ropa el doble de rápido de lo que se la había
puesto, casi arrancándola, y lo que descubrió bajo las prendas fue su cuerpo
pero lo contempló como si fuera el de otra persona. Era su piel, sus curvas,
sus pechos, todos y cada uno de sus lunares, todo en su sitio. No habían
cambiado un ápice, salvo por algunos moratones más y lo que parecía ser un
corte en el muslo derecho. Pero nada de aquello le parecía suyo. Era como estar
viendo a una víctima de un ataque o un accidente pero que nada tuviera que ver
con ella. Pero sí que era ella. Paseo sus manos por la superficie de su cuerpo,
para asegurarse de algún modo de que lo que estaba viendo era realmente su
reflejo y la imagen le devolvió una copia exacta de su movimiento. Eso fue el
fin.
Era como si su cuerpo hubiese desarrollado un sistema
de defensa ante lo que había pasado la noche anterior, pero que el hecho de
haber visto su cuerpo lo había roto y la había devuelto a la realidad. Ya no
creía con tanta fuerza eso de que lo que no te mata te hace más fuerte o
diferente. Sólo dolía. Dolía como si le estuvieran quemando cada molécula del
cuerpo. Se sentía sucia y poco digna de la casa en la que se encontraba. Se
sentía vulnerable y decepcionada por no haber podido defenderse. Se sentía
traicionada porque sus padres ni siquiera habían notado su ausencia o visto su
cara todavía…Se sentía perdida y sola, más que nunca.
Se dejó caer al suelo y se arrastró inconscientemente
hasta el lugar donde siempre lloraba. Estaba convencida de que todo el mundo
tenía un lugar en el que llorar, un lugar concreto que era especial, que no
formaba parte del mundo, dónde nadie te oía. Abrazó sus rodillas, todavía
desnuda y lloró hasta que le dolieron los ojos y la garganta sin que nadie la
interrumpiera. Lloró como no lo había hecho nunca, y como probablemente nunca
volvería a hacerlo. Paró en el momento en el que ya no recordaba porque
lloraba, sólo estaba agotada y tremendamente triste. Había pasado una hora y
media. Se armó de valor para enfrentarse de nuevo a su reflejo y se vistió,
esta vez con más esmero, y se maquillo hasta que de sus heridas solo se
apreciaba una pequeña hinchazón. No tenía buen aspecto a sus ojos, era una
persona sucia, pero tendría que valer.
Salió de su habitación sin molestarse en mostrar una
de sus mejores sonrisas. No habría engañado a nadie, pero tampoco parecía
importarle demasiado a nadie, sólo que ella no lo había visto hasta ese día. Le
dijo a su madre que iba a salir, pero que volvería para la hora de comer. De
nuevo sin mirarla, su madre asintió y dejó que su hija se fuera sin darse
cuenta de nada. Si los chicos habían sido monstruos de perversas sonrisas, su
madre era una persona triste de ojos totalmente negros.
Cuando salió por fin a la calle, el mundo no parecía
el mismo que le había parecido hasta el momento. Inconscientemente buscaba las
caras de los chicos de la noche anterior al mismo tiempo que rezaba para no
encontrárselos de nuevo. ¿Qué haría si se los encontraba? ¿Reconocer lo que
había pasado y decírselo al primer policía que encontrase? Eso le daba más
vergüenza que nada en este mundo. Sería reconocer en voz alta que era débil y
no se podía defender. Dar la razón, de algún modo perverso, a toda esa gente
que llevaba tanto tiempo intentando convencerla de que las mujeres eran débiles
y necesitaban a un hombre para sentirse seguras. A pesar de todo, se resistía a
esa idea. Aunque recordaba a los chicos que la habían salvado, sin entender
demasiado bien porque lo habían hecho.
Caminó durante media hora sin que sus temores tomaran
forma. Parecía que los monstruos sólo salían al amparo de la noche, o que en su
cambio de la percepción del mundo ya no podía reconocer a sus atacantes ni
ellos a ella. Decidió volver a casa, a comer, decidida a no molestarse en
fingir una actitud alegre y a contestar a todas las preguntas que sus padres le
hicieran. Pero ni al llegar, ni al comer llegaron esas preguntas. La
conversación era como siempre, sólo que ahora Faith había caído en la cuenta de
que nunca la miraban a los ojos.
La tarde del sábado transcurrió con tranquilidad, hizo
lo que tenía que hacer y se aseguró de que su perro mejorase. No había llevado
un golpe tan fuerte pero cojeaba ligeramente de una de las patas de atrás. Si
tenía que volver atrás, a la noche anterior, lo que más rabia despertaba en
ella era que hubieran tocado al indefenso animal. No sabía por qué, pero pensar
en su perrito hacía desaparecer su tristeza y aparecer una rabia que la
empujaba a romper lo más cercano, un deseo que por suerte había podido
contener.
Al atardecer, volvió a salir, de nuevo sin preguntas,
a pasear al perro. Le vendría bien tomar el aire un poco más y se acercaría al
veterinario a ver si en ese momento tenía un hueco para atender a su herida
mascota. El pequeño se cansó en seguida de caminar, pero Faith lo cogió con
cariño en brazos y continuaron juntos hasta el veterinario. Hubo suerte y
pudieron atenderlo. Con una pata vendada en la promesa de muchos mimos,
partieron ambos de vuelta a casa.
El animal iba dormido de vuelta a casa y Faith
caminaba con lo que parecía ser una confianza renovada porque no estaba
dispuesta a ser pillada como una víctima de nuevo. Pero entonces, oyó un grito
de dolor. ¿Desde cuándo era un sitio tan peligroso? Quizás desde siempre, pero
no lo había visto hasta que le tocó a ella, o hasta que se paró a escuchar el
mundo. Tras un leve titubeo, se acercó al origen del grito y pudo ver a dos
chicos uno tirado en el suelo, inconsciente y otro sangrando por una pierna.
Era el que había gritado que ahora se limitaba a gemir. Podía oír gente
alejándose corriendo y riéndose de una manera que le resultaba familiar. Los
que estaban tendidos en el suelo eran Sam y Tyler, los chicos que la habían
salvado.
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